Desde que Xi Jinping lanzó la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda en 2013, varios países latinoamericanos se sumaron a las relaciones políticas, financieras y comerciales formales con China, y a sus grandes proyectos de infraestructura.
Por Gustavo Reinoso
El extraordinario florecimiento de la economía china, que trasformó al milenario gigante asiático de proveedor universal de manufacturas industriales de todo tipo a potencia en los ramos del comercio internacional, finanzas y alta tecnología, al punto de disputar la hegemonía mundial a los países que conforman el occidente político, es sin duda uno de los procesos históricos, económicos y geopolíticos más relevantes que transcurren en esta conflictiva primera mitad del siglo XXI.
Empeñada en “salir afuera” de su propio ámbito geográfico regional en la búsqueda de recursos y mercados, China, a fuerza de inversiones, préstamos y ambiciosas infraestructuras, se posicionó como actor clave en la economía política mundial y el comercio internacional.
Iniciativas como la “nueva ruta de la seda” y la de “franja y ruta” son ejemplos de una política exterior, cuyo leimotiv es, por lo menos en los papeles, el desarrollo de una infraestructura global y la cooperación internacional, basada en el libre comercio entre las naciones, creándose así un orden internacional basado en la prosperidad y la estabilidad compartida.
Nuestra región, con sus ingentes recursos naturales e importancia geoestratégica específica, no está ausente de los planes de los estrategas económicos de Beijing. Desde que Xi Jinping lanzó la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda en 2013, varios países latinoamericanos se han incorporado: Uruguay, Ecuador, Venezuela, Chile, Bolivia, Costa Rica, El Salvador, Cuba, Perú, Nicaragua y Argentina, entre otros.
El posicionamiento chino en la región hace especial énfasis en la construcción de grandes proyectos de infraestructura, financiados por capitales chinos y ejecutados por empresas contratistas chinas, pero que una vez terminados son activos físicos en el país que recibe la inversión de la República Popular.
Una de las más relevantes obras es el mega puerto de Chancay en la costa del Océano Pacifico en Perú, a unos 70 kilómetros al norte de Lima. Inaugurado en 2024, se trata de un gigantesco complejo de quince muelles, oficinas, servicios logísticos para el transporte, a un costo de 3.400 millones de dólares. La principal gestora del proyecto es la multinacional China, de propiedad estatal, Cosco Shipping, dedicada al transporte marítimo internacional de contenedores.
En Ecuador la reconstrucción del aeropuerto internacional “Eloy Alfaro” en la ciudad de Manta, fue financiado por capitales chinos. En la Argentina, por más que la presidencia del país sudamericano se encuentre en manos del pintoresco Javier Milei y sus libertarios, la incidencia de los capitales chinos en la economía argentina no deja de crecer. El país asiático es el principal comparador de soja y otros granos, así como de otros productos agropecuarios argentinos, además coopera en la exploración de litio y tierras raras en provincias argentinas como Jujuy, en consonancia con las prioridades estratégicas de Beijing: seguridad alimenticia y energética.
Pero es en Brasil donde China tiene planeado su proyecto de infraestructura de mayor impacto potencial: el corredor ferroviario bioceánico sudamericano. El mega proyecto uniría el puerto brasileño de Ihéus (Bahía) en la costa atlántica, con el mega puerto de Chancay, en la costa peruana del pacífico. En julio pasado se firmó un memorándum de entendimiento bilateral, entre Brasil y China, a través del Ministerio de Transporte del Brasil y el instituto chino de investigación económica de ferrocarriles. La línea ferroviaria, cruzaría los estados brasileños de Bahía, Goiás, Mato Grosso, Rondónia y Acre, hasta llegar al Perú. Se estima que se requerirá una inversión superior a los 10.000 millones de dólares, permitiendo reducir el tiempo de traslado de mercaderías del Brasil a China y viceversa de 40 a 28 días, agilizando el comercio de soja, alimentos, minerales y manufacturas.
Al mismo tiempo que se planearon estas grandes inversiones en obras civiles de gran envergadura, en los últimos años se percibe un nuevo perfil en los objetivos chinos en nuestra región, enfocándose ahora no solo en los recursos naturales, sino también en los mercados de alta tecnología y las tecnologías de la información, energías renovables e industrias específicas, como la del automóvil eléctrico en Méjico y Brasil o asumir la hegemonía como proveedores de bienes, equipos y servicios tecnológicos.
Los planificadores estratégicos chinos llaman “Nuevas Infraestructuras” a las relacionadas con las telecomunicaciones, la tecnología financiera y la transición energética y consideran clave que China obtenga la hegemonía comercial en esas áreas.
Según cifras del año 2022, la inversión directa china en la región latinoamericana en “Nuevas Infraestructuras” representan el 58% del total invertido. Entre los proyectos están: la fabricación de vehículos eléctricos, autos y autobuses, así como sus baterías en Méjico y Brasil; fabricación de productos de alta gama destinadas a las TICs y a la medicina. Mientras, se desarrollan parques de generación de energía solar en las zonas áridas de Chile y Argentina. Esta inversión china, más localizada y menos faraónica, incluye los sistemas de movilidad urbana en Colombia (metro de Bogotá), los productos farmacéuticos en Uruguay, la minería en Perú y el 5G en Brasil.
Si bien la alta demanda china de recursos naturales de la región -que abarcan desde productos extractivos, principalmente minerales, hasta productos agrícolas- sigue siendo el motor principal del comercio chino con la región (que según datos oficiales chinos alcanzó los 518.470 millones de dólares en el año 2024), las “nuevas infraestructuras” en las que China persigue una posición dominante ocupan un lugar cada vez mayor.
La integración plena de China a la economía mundial está demostrando ser una fuente de negocios y rentabilidad de tal magnitud que el inicio de dicho proceso de apertura e inserción adquiere una trascendencia histórica. En esa inteligencia no está por demás señalar que, si bien las fuentes anglosajonas suelen atribuir a Richard Nixon y Henry Kissinger el inicio del relacionamiento de occidente con la China Continental, la realidad es que un político igual de conservador que los nombrados, pero de mucho mayor vuelo intelectual, el presidente francés Gral. Charles De Gaulle, reconoció a la República Popular China ya en 1964, como la auténtica China, siendo el jefe de estado occidental pionero en dar este paso.
Al margen de los grandes caminos del desarrollo económico internacional existe un insignificante país sudamericano, que como todos los rincones del mundo está saturado de manufacturas chinas, que en este caso crean una balanza comercial abrumadoramente favorable al país asiático. Ese país, el Paraguay, que se aferra a un anacronismo diplomático surgido en las ventiscas de la guerra fría y en las expectativas mendicantes de oportunas donaciones, no tiene relaciones diplomáticas con la segunda economía del planeta, y aguarda con paciencia oriental que buses eléctricos taiwaneses circulen en las estropeadas calles de su capital, con suerte, antes que termine el año 2025.